20 de septiembre de 2004
Mira el paisaje del amor por Rosa M. M.

Tú.
Que llenas todo de alegría y juventud
Y ves fantasmas en la noche de trasluz
Y oyes el canto perfumado del azul
Vete de mí
No te detengas a mirar
Las ramas muertas del rosal
Que se marchitan sin dar flor
Mira el paisaje del amor
Que es la razón para soñar
Y amar.

Vete de mí
V. y H. Expósito

Camina cabizbaja con el mentón enterrado en el pecho, esperando pasar desapercibida. En cambio consigue que todos la miren, con tanto sollozo y tanto jipío se convierte en un blanco perfecto para la curiosidad ajena. Carcomido el ánimo por el desencanto, fija la mirada en las baldosas del suelo intentando poner sus pies solamente en las rojas. Cuando las ojeras jalonan su rostro, los ojos le penan y la nariz le escuece de tanto sonársela, su curiosidad circula obstinada en calcular qué podría pasar si en un descuido pisara donde no debe. Lo gris. Al meter las manos en los bolsillos, encuentra el pañuelo que se compró para sujetarse el pelo aquella tarde, cuando quedaron por segunda o tercera vez. Lo mira y lo deja caer, ya le duele recordar.

Detrás de ella, sin reconocer el pañuelo y esquivándolo en su marcha, un hombre espera la ocasión para detenerla. Posiblemente no se atreva a hacerlo, ni en esa calle ni en las siguientes, pero sujeta unas violetas con esperanza e hila una explicación creíble para volver a comenzarla por inmerecida cada vez que vuelve una esquina. Temiéndose el final del recorrido e irreparablemente cada vez más cerca de él, con la certeza de ser incapaz de atajarla, de abrazarla, de reconfortarla con la alegría de su regreso. Persiguiéndola mientras camina cabizbaja con el mentón enterrado en el pecho, esperando pasar desapercibida.

Siguiéndoles a ambos, una señora pisa el pañuelo. Pasa por encima con la cabeza bien alta, los ojos cargados, los labios oprimidos. Estruja en su mano derecha un informe que le ha echado diez años encima, descubriéndole la traición y el engaño, la pasión inoportuna e inconfesable de su señor esposo. Cada poco se detiene arrepentida de su extravío queriendo retomar la dignidad de su personaje, la nobleza de su comportamiento, la honra de su proceder… pero sin poder sujetar su encono, suelta lágrimas azabache mientras va arrancándose trozos del alma, siguiendo la neurasténica marcha de ese hombre con un pequeño ramo de flores en la mano.

En los ultramarinos, la cara del dueño se ilumina a su paso. Habría tantas cosas que querría decirle y son tantos sueños los que destaparía para ella, tan señora, que sin percibir el dolor de sus ojos estira una sonrisa y levanta su mano para saludarla, bajándola con vergüenza. Guardándola bajo el delantal para cortársela más tarde. Qué horror. Invisible de nuevo, el tendero vuelve a su trabajo en las estanterías, reponiendo conservas que veinte años atrás comenzaron a apilarse en ese rincón, mientras el pañuelo acaricia su postigo sin detenerse y él cae en la cuenta, con abatimiento, que podría comparar cada pote con un fragmento de su alma, almacenado cada vez que ella ha pasado por su puerta sin que se atreviera, a nada como ahora mismo, para acabar viéndola alejarse caminando erguida, con la cabeza bien alta y desafiante.

Enfrente, la hija mayor del pescadero, que vigila la puerta de los comestibles desde el pasado mes de noviembre, se queda mirando el pañuelo mientras pasa de largo empujado por el viento. Ya no sabe vivir sin espiar el otro lado de la acera. Una mañana de domingo su madre la envió a comprar manzanas, y el dueño puso una de más en el cartucho y le sonrió al entregárselo, prendiendo así de sencillamente el corazón de la chiquilla a la persiana de su tienda. Cree estar enamorada y es muy posible que lo esté, por eso espera pacientemente a que él atraviese la calle. Por eso, y porque se le cruzó un cometa en sueños y en su estela estaban los dos.

En la punta de la calle, una pareja se habla de amor en los ojos y aunque no llegan más allá de los labios, calman una sed inagotable que les arranca suspiros de pasión. ¡Ay! Mira -dice ella, recogiendo el pañuelo que se enreda entre sus pies- lo que siento me sale de aquí, te juro por lo más sagrado que noto algo. Es caliente y lo llevo prendido en el cuello. Si no te beso, me hincharé hasta salir volando o hasta explotar. Y él, que lo ha visto en su cabeza con claridad, entreviendo la pérdida pone su boca sobre la de ella para decirle: Ahora mismo te saco eso del pecho. Ríen y entre alharacas y arrumacos el pañuelo se les escapa de las manos y rueda arboleda abajo.

Al doblar la vereda, el jardinero arranca con entusiasmo las ramas secas. Conseguirá un buen pellizco en cuanto el cementerio parezca el jardín del mismísimo alcalde, y como tiene ganas de acabar su trabajo para poner la mano, a la carrera y con furor estira de los ramajes. Su mano encuentra resistencia en un jazminero que brota fresco, perfumando la tumba de esa muchacha que murió de mal amores y la de aquel señor mayor que la visitó durante años y que cayó sin vida allí mismo. Tenaz, consigue arrancarlo de raíz, dejando al descubierto un puñado de tierra húmeda que se encoge ante la luz y la lluvia que comienza a desplomarse, hasta que la corriente empuja hasta allí el pañuelo que, rodando con delicadeza, viene a detenerse sobre la brecha. Amparándola.

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