20 de septiembre de 2004
Juicio por Rosa M. M.

¡Oh sorpresa de nieve desceñida,
vigilante, invasora!
Voces veladas, por robar la aurora,
te llevan detenida.

Ya el fallo de la luz hunde su grito,
juez de sombra, en tu nada.
(Y en el mundo una estrella fue apagada.
Otra, en el infinito.)

Juicio, de Rafael Alberti.

Mientras cruzaba la casa con el machete ligado a la mano derecha, tenía la cabeza puesta en el día siguiente. Solo en la salida del sol. Pero la herida que con todas sus fuerzas le asestó en el cuello fue mortal desde el primer centímetro. Él aulló inmundo y se revolvió sobre la alfombra buscando un apoyo con el que incorporarse, pidiendo socorro y blasfemando infecciosamente hasta que se le disgregó la voz por la herida y resolló plegado a los pies del trinchante. Ella soltó la hoja y se derrumbó sobre el tresillo, abrigándose en la contemplación de la figura de su madre que la miraba desde un viejo portarretratos de plata.

Hecha un ovillo en el sofá, agitaba un dedo sobre las manchas de sangre de la alfombra oprimiéndolas contra la nada para borrarlas. Le palpitaban los nervios de las fracturas mal curadas y la mella de un diente perdido; pero repentinamente, en su mente se abrieron los cielos y salió el sol, tropical, espléndido, y enajenada paseó por su paraíso hasta que los vecinos comenzaron a aporrear la puerta y se precipitó delirio abajo hacia una oscuridad que se la tragó, deteniendo prematuramente la milagrosa crecida de su pequeña revolución. El furgón policial cerró sus puertas y se alejó con ella dentro. Entre los indiscretos vecinos transitó, mansamente, la camilla con los restos de su padre.

A unos kilómetros de allí, lejos del murmullo de las especulaciones, su madre sacaba un mantel salpicado de manchas de tinto del primer cajón del aparador, cortaba varias rebanadas de pan y disponía los cubiertos para servir la cena. Arrastrando notoriamente la pierna derecha, iba de la barra hasta la despensa varias veces en busca de piezas de embutido. Cuando hubo rematado la liturgia, se sentó en su silla a cortar unos trozos de ajo para salpicar los tomates de la ensalada, la aliñó y esperó. Al rato se levantó y volcó el caldo de la ensaladera en el fregadero para volver a echarle otro poco de sal y algo más de aceite. Su marido no soportaba la languidez que socavaba a los tomates cuando ya llevaban un tiempo el plato. Ni tampoco el pan pasado, así que cortó rebanadas nuevas y siguió esperando. Las moscas comenzaban a sobrevolar el fiambre y ella lo cubrió con un trapo. Cuando se cansó de esperar, tapó el servicio con platos hondos, se desabrochó el delantal y lo colgó en su clavo titular.

Al poco, golpearon furiosamente la puerta y escuchó lo que vinieron a decirle. Se echó un puño a la boca y le comenzaron a temblar -automáticamente- varias costillas, la clavícula izquierda, ambos brazos, la mejilla derecha y todos los dedos de las manos. Hincó la pierna mala en tierra, gritando, mientras clavaba los ojos en su hija que la miraba desde una fotografía del aparador.

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