23 de octubre de 2007
Cenicienta por Eduardo Boix

Cenicienta supo que tenía que huir en el preciso instante en que el príncipe simuló una sonrisa. Se fijó en sus incisivos, molares, premolares… ¡Colmillos! El príncipe era el lobo o el lobo era el príncipe, pero ambos hacía horas que la habían devorado. El corazón de la princesa (que así la llamaban) fue despedazado en el preciso instante que le había conocido. Tan rubio, tan alto, con esa melena tan brillante; que parecía la misma sota de bastos. Las mallas no le sentaban tan bien, pero a ella no le importaba. Estaba enamorada.

Durante toda la noche se fueron consumiendo con deseo en las brasas de un fuego conocido. Saltaban chispas y ellos, sólo ellos, oían el crujir de la madera en contacto con el fuego. Sentían calor. En ellos ardían todas las batallas conocidas. Cómplices miradas, sonrisas, alguna que otra caricia y todo el mundo parecía derrumbarse a su alrededor.

- Me voy

- Yo no me iría.

Cenicienta salió corriendo sin dejarse el zapato de cristal, ni pistas que la encontraran. Al salir a la calle unas gotas de lluvia innecesaria hicieron su aparición formando perlas de cristal en el cabello de la princesa. Eran las doce. Se le escapaba el autobús que le llevaría a su casa, al mundo que tanto odiaba. Un grueso y grasiento conductor cortó su ticket e hizo que se acomodara. Doce interminables horas de arrepentimientos. Llegó a casa. No fue feliz. Pasaron unos días y el recuerdo no se borraba. Se enteró por un periódico local que amigos del príncipe harían una recepción en un reconocido bar de la ciudad. Se acercó.

Allí estaba él. Tan rubio, tan alto, con esa melena tan brillante; que parecía la misma sota de bastos. Las mallas no le sentaban tan bien, pero a ella no le importaba. Estaba enamorada. Se acercaron. Compartieron los teléfonos y caminaron cogidos de la mano mientras veían derrumbarse Varsovia bajo sus pies.

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