26 de septiembre de 2004
PRIMAVERA, VERANO, OTOÑO, INVIERNO... Y PRIMAVERA por Gaspar D. Pomares

El cine no escapa a las modas, pero hay modas y modas. Podemos tener la mala suerte de ser fusilados por modas al estilo Amenábar (que conste que no tengo nada personal contra este cineasta y su cine), o sentir el alivio, la inmensa cura de poder conocer cinematografías lejanas, como la surcoreana, que parece tomar el relevo a la iraní (eternamente inagotable). Estas cinematografías nos enseñan (ambas) a observar nuestra cotidianidad con otros ojos, y, a la vez, avergonzarnos al descubrir lo poco que conocemos el mundo en el que vivimos, a pesar de ser esclavos de la globalización comunicativa.

Kim Ki-duk, el firmante de "Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera", es, tal vez, el abanderado de la cinematografía surcoreana, y "La isla" (2000), la obra que destapó una afortunada caja de truenos. Si se pudiera trazar una serie de rasgos distintivos, la herencia de un ritmo calmado y sencillo, enraizado en las religiones orientales, debería estar muy presente, al igual que una cristalina y depurada puesta en escena (menos terrosa y deconstructiva que la iraní), y una predilección por temas de corte fantástico, doloroso y macabro.

"Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera" es una hermosísima metáfora sobre el camino y el aprendizaje, la madurez en la vida, los golpes que ésta nos puede dar y la idea de la redención como liberación de los males realizados, todo bajo el filtro del Tao, irrenunciable y necesaria referencia a las raíces de un contexto. El germen del filme nace de una prodigiosa puesta en escena centrada en el espacio, cautivador por su sencillez y su rabiosa abstracción; este espacio es un templo situado en el centro de un lago y rodeado de una enigmática naturaleza, y en él conviven un monje y su joven discípulo, el protagonista. La relación maestro/aprendiz se traza a través de la vida del protagonista y las analogías de su edad con las estaciones del año, así la primavera sería su niñez, el verano la adolescencia... Lejos de parecer un recurso demasiado explotado, el aprecio que demuestra Kim Ki-duk por la imagen y el tiempo, lo convierten el algo novedoso, la sensación de sentir el despertar de la inocencia por lo desconocido. Sin duda, ese espacio (como ya hizo en "La isla") es el gran culpable, desde donde se inicia la anécdota y adonde convergen tiempo, pasiones, personajes, aprendizaje, camino y la inevitable crueldad humana.

Si un cineasta es capaz de controlar con precisión de relojero esta materia, no podemos más que quitarnos el sombrero.

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